Él contempló con admiración su nueva
colección de CDs de bossa nova. De
alguna manera, el ritmo y los acordes inusuales que caracterizan este tipo de
música popular brasileña habían calado en él desde su visita a Rio el año
anterior. Sacó el CD de Tom Jobim y lo hizo
sonar.
Caminó hacia el balcón, recogió su jugo
favorito, de piña, le puso hielo y menta y atravesó las puertas de vidrio. Por la centésima vez desde que había comprado la
casa, bebió contemplando el paisaje. A
mil metros de altura, estaba rodeado de
un bosque subtropical. Una serie de
lagunas azul profundo se expandían debajo, algunas abriéndose hacia el mar
turquesa que estaba a sólo cinco kilómetros de distancia. El sol lanzaba un juego mágico de luz sobre toda
esa mágica escena.
“Tu lasaña está lista, querido”, dijo su
esposa, llamándolo desde el comedor. Se
habían casado hacía sólo un año. A pesar que éste era su tercer matrimonio,
parecía que finalmente había encontrado alguien con quien compartir su vida. Ella sabía preparar una lasaña muy buena.
“Tráela a la terraza. Veo que la mesa ya está puesta.”
“Ya llega”, dijo ella mientras se
acercaba presurosa con el humeante plato de porcelana. Estaba ruborizada y eso la hacía ver aún más
bonita. Tal vez era el orgullo de haber
preparado un excelente plato.
“Huele delicioso. Estoy hambriento. Algo en el aire de esta montaña me da un
apetito voraz.”
Unos minutos después, justo cuando estaba
listo para dar cuenta del primer bocado de queso, tomate y pasta, sonó el
teléfono. Fastidiado, dejó su tenedor y
dijo “Yo contesto. Cómo puede ser que
cada vez que me siento a comer, el maldito teléfono suena.” Se apuró para contestar. Desde el balcón, su esposa podía verlo
asintiendo y exclamando.
Cuando regresó estaba blanco como una
hoja. “¿Qué pasó?, preguntó ella. “Te sentirás mejor después que hayas comido.” Se le trabaron las palabras. “He perdido el apetito. Era el médico de mamá. Acaba de recibir los resultados de sus
pruebas. Tiene un tumor en
el hígado. Es maligno. Esto no se ve bien.”
Comentario: Creamos nuestros
castillos de ilusión con la irreal premisa de que nada podrá jamás
derrumbarlos. A veces, sólo las malas
noticias nos pueden volver indiferentes a las preferencias de nuestros órganos
de los sentidos. No oímos la música, ni olemos el aire, ni vemos las vistas o
siquiera sentimos el sabor de la comida.
No somos conscientes de quienes nos rodean. Algo ocurre, que no podemos explicar. Algo que no encaja en nuestro mundo ideal.
La felicidad real no se basa en las
cosas que nos rodean, sino en nuestra comprensión de las mismas.
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Historia corta del libro ”Reflexiones para una vida
plena”, por Ken O'Donnell, Editorial Integrare, São Paulo
Traduccion: Maria Elena Larrea
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